NO PIDA UN CRÉDITO HIPOTECARIO, PUEDE SER SU RUINA


 Por Guillermo Núñez Pérez

  Si aumenta la constitución de préstamos hipotecarios en España, esto significa, al parecer y ante todo, que estamos ante un signo positivo de que la crisis económica va superándose. Las entidades financieras vuelven a prestar dinero a los particulares y a las empresas constructoras, el empleo en el sector de la construcción crece –aunque aún tímidamente– y las Administraciones públicas, notarios, registradores, tasadores y agentes de la propiedad inmobiliaria tiran voladores de alegría y satisfacción en tanto que comprueban que sus ingresos aumentan o que, por lo menos, se reestablecen. Es más, el hipotecado, el deudor del crédito, es incluso el más contento (o el más bobo) pues ve cómo finalmente puede hacer realidad su aspiración, firmemente acuñada en su genes, de acceder a la propiedad de su vivienda habitual, aunque “olvide” por lo general que ello le supondrá tener que estar pagando al Banco durante veinte o treinta años, que es el período medio de vida de un crédito hipotecario para esta finalidad, y todo ello, con un tipo de interés variable. Menos mal que, como consuelo, a nuestro deudor hipotecario siempre le quedará la lotería nacional, la primitiva, el bonoloto, las quinielas, el euromillón y los socorridos ciegos como vías ilusionantes de poder, de un plumazo, quitarse la hipoteca de encima y mandar a freir espárragos al banquero de turno.

  Vamos, que parece que no aprendemos nada de la crisis vivida y que aún hoy pende amenazante sobre todos nosotros (de la mayoría, claro). Si nos fijamos bien, esto de la adquisición de una vivienda en propiedad a través de un crédito hipotecario es un negocio redondo para todos los intervinientes en el mismo, salvo para el adquirente de la vivienda. Sí, es verdad que pasados treinta años, la deuda desaparece y finalmente pasamos a ser propietarios sin cargas reales sobre el bien inmueble, pero durante todo ese tiempo, quién puede prever que no haya otra crisis, que no podamos hacer frente al pago del crédito o, simplemente, que nos muramos… dejando a nuestros descendientes el bien y la correspondiente deuda contraída…

  Quedan muy lejos aquellos tiempos en los que el “pobre”, después de vivir de prestado (con la consiguiente reducción de su salario monetario) en la vivienda habilitada al efecto por el propietario de la plantación (de caña, de plátanos, de tomates) se autoconstruía con grandes sacrificios su propia vivienda en terrenos no fértiles desde el punto de vista agrícola, y luego ésta iba creciendo con la llegada de los hijos, que no se casaban y tenían descendencia hasta tanto no se autoconstruían a su vez su propia vivienda. La situación cambió radicalmente con la marcha de los hijos a la ciudad en busca de nuevas oportunidades. Pero aún así, y en una primera fase, el núcleo central de la urbe se vio rodeado de nuevos barrios marginales conformados por viviendas autoconstruidas que no respondían a ningún proyecto de planificación urbanística ni eran tampoco potencial objeto de negocio para la Banca. Luego vino el desarrollo del crédito y las posibilidades de hacerse rico mediante la inversión inmobiliaria.

  La necesidad de contar con viviendas para la población no fue colmada por las Administraciones públicas a través de una oferta de viviendas en alquiler, ya fuera ésta directamente realizada por el sector público, o bien por el sector privado, sino que fue rápidamente colmada en lo esencial por la iniciativa privada a través de un círculo casi perfecto destinado a fomentar la adquisición en propiedad de las viviendas: el promotor/constructor pide un crédito a la Banca para llevar a cabo la construcción, y se dedica a ofertar y vender viviendas mediante la subrogación parcial del comprador en el crédito bancario contraído inicialmente por el constructor-vendedor, y previo pago al mismo de su correspondiente margen comercial. Si la duración del crédito hipotecario del constructor era de tres años (tiempo razonable para construir y vender) el nuevo deudor del Banco (comprador de la vivienda) estará desarmado y cautivo durante un plazo de veinte a treinta años, que es el tiempo que “desinteresadamente” le ofrecerá el Banco para el cómodo pago del crédito hipotecario correspondiente.

  Es verdad que el pago de un alquiler no nos permitirá nunca llegar a ser propietarios de nuestra vivienda, pero también lo es que nos liberará con carácter permanente y casi eterno de contribuir al negocio bancario de las hipotecas, que siempre serán calificables de basura, así como al de la especulación inmobiliaria. Quizás así, cambiando nuestra mentalidad y actuación, pasando de propietarios a arrendatarios, podamos alcanzar mayor grado de felicidad o, al menos, de satisfacción, viendo que buena parte de nuestra vida no se ha sacrificado a favor del negocio bancario.

Guillermo Núñez Pérez es Catedrático de Derecho Financiero y Tributario y Asesor Fiscal

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