UBER


Por Guillermo Núñez Pérez

  De pequeño, junto a mis hermanos, mis padres nos llevaban a pasar las vacaciones de verano a Rojas, en la costa de La Matanza. Un amigo de mi padre, Reyes, que era taxista y tenía un flamante Mercedes Benz, era el encargado de trasladar a la familia, pues entonces, ni mi padre tenía coche ni habían expectativas de que lo pudiera tener a corto plazo. En la actualidad, Rojas, que era un poblado autoconstruido junto al mar, ya no existe, pero aún recuerdo que una de las conversaciones recurrentes que mantenía Reyes con mi padre era la nefasta presencia de los llamados taxis piratas, que se dedicaban a hacer carreras en claro perjuicio del gremio de los taxistas legales.

  Por entonces, ni había teléfonos móviles ni cosa que se le pareciese, y menos aún, productos de software para unas tecnologías que aún no habían empezado a desarrollarse o, que de existir en sus estadios iniciales, estaban bajo secreto militar. Lo que sí existía, como siempre lo habían hecho, eran los piratas, en este caso, disfrazados de taxistas o cumpliendo deslealmente sus funciones. Con la mejora de las condiciones económicas de la población, pero sobre todo, con la intervención económica del Estado, el panorama cambió sustancialmente. De alguna forma, cabría decir que la intervención del Estado en este ámbito supuso un paso atrás en el sentido de reconocer y proteger intereses corporativos a determinados “gremios”, entre ellos, a los taxistas, en detrimento de los intereses de los consumidores del servicio, que venían obligados de hecho a satisfacer sus necesidades de transporte a partir  exclusivamente de las ofertas reguladas por el Estado.

  De esta forma, las necesidades ciudadanas de transporte terrestre no sólo eran atendidas  directamente, mal que bien, por la Administración Pública, sino también, por un gremio, el de los taxistas, a los que se requería cumplir una serie de requisitos para que pudieran prestar el servicio de transporte. Entre esos requisitos, estaba la obtención de una licencia administrativa, o bien, la identificación del vehículo utilizado como taxi. Toda oferta de servicio que no fuera prestada directamente por la Administración o por el gremio de taxistas, era calificada como ilegal y, consiguientemente, perseguida por el Estado. Es más, en un proceso que bien puede ser caracterizado de kafkiano, el gremio de los taxistas consiguió ventajas y diferenciaciones en función de determinados criterios artificiales contrarios a la libertad económica, como era el de delimitar su ámbito de actuación al municipio, de tal forma que un taxista de un determinado municipio no podía ofertar su servicio en un municipio distinto de aquel en el que había obtenido su licencia. Por otra parte, el precio por la prestación del servicio no quedaba fijado por las reglas del mercado (oferta/demanda), sino que el mismo era negociado y establecido por acuerdo entre la Administración y el gremio de taxistas. Lo único que quedaba al albur de las reglas del mercado era la adquisición y transmisión de licencias de taxis, que al operar respecto de un mercado cautivo (los clientes), su valor dependía de factores externos tan relevantes como el de si el municipio tenía o no puerto, aeropuerto o niveles considerables de población flotante.

  Y en esto, en una sociedad más libre y competitiva que la nuestra en términos económicos, como resulta ser la norteamericana, llegó UBER y elevó a la categoría de santidad la práctica pirata del transporte terrestre de pasajeros. Transformó en “taxistas” a toda la población que libremente quisiera prestar ese servicio. Bastaba con darse de alta en un registro informático y tener un vehículo propio y disponibilidad para realizar el servicio. Los potenciales clientes sólo tenían que dirigirse a UBER y solicitar el servicio y ésta se encargaba de encontrar al taxista y vehículo requerido para llevarlo a cabo. El taxista pirata cobraba una tarifa considerablemente inferior a la “oficial”, y UBER una comisión sobre dicha tarifa.

  Las consecuencias de este proceder en la “vieja Europa” gremialista han sido muy significativas, sobre todo, para los consumidores de los servicios de transporte terrestre, que no alcanzan a comprender que la auténtica piratería no radica en prestar un servicio de calidad por menor precio, sino en mantener cautivos a los potenciales clientes del servicio.

Guillermo Núñez Pérez es Catedrático de Derecho Financiero y Tributario y Asesor Fiscal

También en la web guillermonuñez.com

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