JUAN BRAVO MURILLO


Por Guillermo Núñez Pérez

  Mencionar a D. Juan Bravo Murillo en Canarias, es hablar de libertad. Es obvio que para algunos no es auténtica manifestación de libertad la libertad de comercio y, sin embargo, es a través de su reconocimiento como se explica en gran medida el tránsito histórico acontecido en Canarias desde mediados del siglo XIX hasta finales del siglo XX. Cuando a través del Real Decreto de 11 de julio de 1852 se declaran Puertos Francos los puertos canarios de Santa Cruz de Tenerife, La Orotava, Ciudad Real de Las Palmas, Santa Cruz de La Palma, Arrecife de Lanzarote, Puerto de Cabras y San Sebastián de La Gomera, se da un paso decisivo y trascendental en la conformación de lo que será una de las señas de identidad hasta hace bien poco tiempo del régimen económico y fiscal canario: la libertad de comercio, caracterizada, en lo fundamental, por la inexistencia de monopolios y quedar al margen Canarias casi totalmente del territorio aduanero español primero, y del territorio aduanero comunitario, después.

  Como dirá el propio Bravo Murillo, dirigiéndose a la Reina Isabel II, en la Exposición de Razones de este Real Decreto, “Entre todos los que tienen la dicha de vivir bajo el blando centro de V.M., difícilmente se hallarán otros, a quienes la Providencia haya colocado más ventajosamente sobre la superficie del Globo, que los que habitan aquellas islas que por los antiguos se llamaron Afortunadas. Y sin embargo, contra todo lo que de los beneficios de la Naturaleza parece que debiera esperarse, pocos habrá en todos los dominios españoles cuya suerte sea menos lisonjera. Situado el Archipiélago de Canarias bajo un grado de latitud hacia el Ecuador, a que no alcanzan los países del antiguo hemisferio fecundados con la actual civilización, se halla destinado a ser el jardín de aclimatación de las producciones intertropicales. Pero como de nada sirve la especialidad y riqueza de los frutos, si por medio de la exportación no se reparte entre los mercados exteriores los sobrantes que deja el consumo, todas las ventajas desaparecerán si aquellos puertos por cualquiera razón dejan de ser frecuentados.

  Grande debería ser la concurrencia de naves de todas las naciones en los puertos de Canarias, como punto el más avanzado, y el primero y último descanso para las expediciones que desde Europa se dirigen, ya al Nuevo Mundo buscando los vientos constantes que soplan hacia el Occidente, ya a la frontera costa de África, ya a los mares del Asia y de la Oceanía. Y esta escala debería hacerse en el día más forzosa a medida que se multiplican las líneas de navegación por medio de vapor, por cuanto a las necesidades de la aguada y del refresco se agrega la de la provisión del combustible, que ha venido a suplir el oficio de las velas.

  A pesar de todo, Señora, aquella concurrencia es más escasa de lo que naturalmente debiera. De los buques que cruzan por aquellas aguas, apenas hay quien deje allí resultados mercantiles de su tránsito: los más saludan de lejos al pico Teide, como si Dios hubiera levantado aquella maravilla para la estéril admiración de los hombres.

  Entre tanto el país va precipitándose en una decadencia visible, los cultivos se abandonan, la especulación desaparece, la miseria cunde, el azote del cólera morbo vino el año pasado a agravar los males y va tomando ya alarmantes proporciones la emigración, que es síntoma de la próxima muerte de los pueblos”.

  Sin duda, en estas bellas y certeras palabras de Bravo Murillo diagnosticando la grave situación en la que se hallaba Canarias a mitad del siglo XIX, a fin de así justificar la declaración de puertos francos, se nota la influencia “librecambista” de un prócer tinerfeño, D. José Murphy y Meade (1774-1836), que como buen político liberal, siempre defendió para Canarias la libertad de comercio como vía idónea para favorecer su desarrollo económico.

  Como señaló el eminente constitucionalista español D. Nicolás Pérez Serrano (1890-1961) en una intervención realizada en el año 1952 en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, D. Juan Bravo Murillo fue un político moderado, probo y eficaz que, en una época tan convulsa y apasionada como fue la segunda mitad del siglo XIX español, “logró realizar una obra que aún perdura; de un hombre que sin traicionar sus convicciones ni doblegarse ante presiones o desvíos, supo mantener con plena dignidad los fueros de la potestad civil, poner orden en una Administración desbarajustada, acometer empresas de interés público de que aún nos servimos y dejar huella fecunda de su paso por el Poder, así en el mundo de lo financiero como en el ámbito concordatario, y lo mismo en lo legislativo que en lo burocrático, siquiera no alcanzase en lo estrictamente político éxitos tan felices y durables”.

  ¿Pero qué es alcanzar el éxito político? Posiblemente, se trate de algo que va ligado a un carácter narcisista y, paralelamente, a una actuación pública en buena medida populista. Es una caracterización que hoy, como ayer, puede ser aplicada a muchos hombres y mujeres que ejercen responsabilidades políticas. Sin embargo, el tiempo, ese factor que todos sabemos lo que es pero que casi nadie es capaz de definir, pone casi siempre a todos en su sitio. Y el sitio en el que ha de figurar Bravo Murillo para los habitantes de estas islas, no puede ser otro que el del político serio y consecuente que tuvo la acertada visión de dotarnos de un instrumento económico y fiscal que a lo largo de más de un siglo ha servido satisfactoriamente a los intereses de todos los canarios.

 

Guillermo Núñez Pérez

Catedrático de Derecho Financiero y Tributario. Asesor Fiscal.

Su comentario