IMPUESTOS: CAMBIO CUALITATIVO Y CUANTITATIVO


Por Guillermo Núñez Pérez

  Durante los años que viví bajo el régimen franquista y que yo recuerde a partir de mi uso de razón, nunca me percaté de que fuera un grave problema para la generalidad de la ciudadanía el pago de impuestos. La razón era evidente, pues entonces primero se trataba de sobrevivir a las duras condiciones de la posguerra y luego de ocultar cualquier tipo de disidencia ante el temor a la represión consiguiente. Además, el problema no era precisamente el tema impositivo, sino más bien, otros de mayor enjundia, como el de la falta de libertad para expresarse y debatir acerca de cuáles podían ser los problemas mismos que afectaban a la ciudadanía, entre ellos, el de los impuestos, que objetivamente eran claramente injustos.

  Por supuesto que durante el régimen de Franco había que pagar impuestos, pero para la generalidad de los autores que se han ocupado de esta cuestión, los impuestos a los que había que hacer frente eran fundamentalmente de carácter indirecto y, en cuanto a los directos, el principal era el que recaía sobre las rentas del trabajo (Impuesto sobre los Rendimientos del Trabajo Personal). Con la Democracia, incluso con anterioridad a la aprobación de la Constitución Española de 1978, se diseñó un nuevo sistema tributario basado en una idea básica que ya había inspirado los sistemas tributarios de las Democracias occidentales: la imposición directa y personal sobre la renta, tanto de las personas físicas como de las personas jurídicas. Se trataba, en suma, de lograr un sistema tributario justo que acabara con la injusticia clara y manifiesta que era predicable del sistema anterior. El objetivo, en definitiva, no era otro que alcanzar un sistema que respondiera de manera efectiva a los principios de igualdad, progresividad, capacidad económica y no confiscatoriedad.

  Como ciudadano libre y contribuyente, tuve la dicha y el honor de presentar y pagar en el año 1980 el primer impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) correspondiente al ejercicio fiscal de 1979. Desde entonces y hasta la actualidad, lo que inicialmente fue una dicha en cuanto manifestación alborozada de que por fin arribara a nuestro país la Democracia y se cumpliera con el principio de autoimposición, se ha ido transformando a lo largo de los años en un sentimiento menos festivo y más pesimista, sobre todo, a partir de la constatación del número de impuestos nuevos que se han creado, así como del aumento de los ya existentes y, sobre todo, de cómo resultan ser los perceptores de rentas del trabajo los que fundamentalmente siguen haciendo frente al pago de los mismos. En otras palabras, si en términos comparativos, el sistema tributario de la Democracia suponía dejar atrás el viejo sistema de la Dictadura caracterizado, en lo fundamental, por la prevalencia de la imposición indirecta sobre la directa, el paso del tiempo y las medidas legislativas auspiciadas por los distintos Gobiernos democráticos vienen a poner de manifiesto que el cambio acontecido, en términos cualitativos y cuantitativos, no ha estado dirigido a lograr mayores cotas de justicia en el ámbito tributario.

 Cabría pensar que hablar de sistema tributario justo en el seno de las sociedades de mercado o capitalistas es casi un contrasentido, toda vez que en las mismas la proclamación de principios de justicia sólo sirven para encubrir en términos ideológicos una realidad indiscutible: la de la vis expansiva del poder del capital. A efectos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, el poder minoritario de los titulares del capital logrará siempre, de una u otra forma, hacer recaer la principal contribución en los titulares del factor trabajo. No sólo porque estos últimos son mayoría con poco o nulo poder, sino también, porque ello responde a la esencia misma del sistema capitalista. El consabido lema de que nuestra sociedad debería fomentar la figura del emprendedor para generar riqueza para todos, está muy bien en términos de revulsivo ante una juventud que se inclina mayoritariamente por ocupar un empleo público (funcionario o de personal laboral), pero el mismo no responde en absoluto a la realidad de que sería impensable que el sistema funcionara sin una mayoría social dispuesta o necesitada de prestar su fuerza de trabajo a los emprendedores o titulares de actividades económicas.

  Si esto es así, ¿roza con el cinismo o con la ideología la proclamación de que existe vocación de alcanzar un sistema tributario justo? Particularmente creo que no. En materia de impuestos, como en tantas otras que se plantean en el seno de las sociedades modernas, la palabra clave es equilibrio, esto es, un término que tiene que ver con la equidad o capacidad que mueve a dar a cada uno lo que se merece. Y esta regla, que va más allá de lo que en muchas ocasiones prescribe la Ley positiva, debería presidir en todo caso la actuación del propio legislador autor de la Ley, pero sobre todo, la del aplicador de la misma (jueces, funcionarios y contribuyentes). Hoy, en España, si algo se afianza cada día más es la conciencia generalizada de que nuestro sistema tributario, aparte de estar hipertrofiado en términos legislativos y reglamentarios, no está respondiendo a criterios de equilibrio y equidad. Y aunque sólo fuera por una razón de puro pragmatismo y supervivencia del propio sistema, dicha situación debería ser motivo de honda preocupación por parte de nuestros representantes políticos y de la sociedad en general, pues la experiencia indica que la iniquidad tributaria es siempre germen de rebelión o, al menos, de desafección al sistema institucional establecido.

  El actual Gobierno de la Nación, que ha creado una comisión de expertos para el análisis y propuestas de modificación del sistema tributario, nos ha prometido que en el año 2015 bajará los impuestos. La verdad es que como contribuyente hubiera preferido que el anuncio fuera este otro: en el año 2015 pondremos en marcha un nuevo sistema tributario que recupere la “filosofía” que inspiraba la reforma fiscal del año 1977, esto es, adecuada y debidamente actualizada con los principios de justicia que recoge nuestra Constitución.

 

Guillermo Núñez Pérez

Catedrático de Derecho Financiero y Tributario. Asesor Fiscal.

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