AUTOLIQUIDACIÓN TRIBUTARIA


Por Guillermo Núñez Pérez

  Tengo un buen amigo economista que cada vez que oye lo de la “autoliquidación tributaria” le da un ataque de risa, y la verdad es que no le falta razón –ni tampoco risa-, pues para el no jurista, el empleo de esta expresión sólo puede significar una cosa: el más puro y duro suicidio del sujeto ante el altar tributario del Estado. Sin embargo, en el lenguaje técnico-jurídico, la “autoliquidación tributaria”, siendo materialmente un auténtico harakiri, supone sin embargo una de las manifestaciones más sublimes del intelecto hacendístico. Y es que a través de la misma, el Estado no sólo impone al sujeto el deber de pagar impuestos, sino que le impone paralelamente el deber de realizar todos los cálculos necesarios conducentes a determinar cuál sea la cantidad de impuesto que el mismo viene obligado a pagar.

  Actualmente, puede afirmarse que es residual el sistema en virtud del cual el contribuyente presenta a la Administración (estatal, autonómica o local) una declaración tributaria mediante la cual pone en conocimiento de ésta las circunstancias relativas a la realización de un determinado hecho gravado, correspondiendo luego a la Administración, sobre la base de lo declarado por el contribuyente, comprobar la veracidad de los declarado y calcular el importe de la deuda tributaria a satisfacer por el mismo. Hoy, por el contrario, con relación a los principales impuestos de nuestro sistema tributario, el procedimiento ha cambiado de forma radical. Lo podemos ver de manera clara en el IRPF. El contribuyente “autoliquida” el impuesto, es decir, declara la renta obtenida a lo largo de un año y calcula simultáneamente la cantidad de impuesto a pagar. A partir de aquí, la Administración podrá o no comprobar si lo declarado y calculado por el contribuyente es o no correcto desde el punto de vista jurídico. Si no lo comprueba durante un plazo de cuatro años, la consecuencia será que ya no lo podrá hacer porque habrá prescrito el derecho de la Administración a comprobar lo declarado y, en su caso, calculado por el contribuyente en el momento en que presentó su “autoliquidación tributaria”.

  Es cierto que el avance de las denominadas tecnologías de la información y la comunicación permiten a la Administración Tributaria contar cada día con más información relativa a todos los contribuyentes, máxime, si se tiene en cuenta que la ley impone el deber a muchos sujetos de comunicar a la Administración datos con trascendencia tributaria respecto de terceros. De esta forma, el notario que interviene en una escritura de compraventa de un inmueble, viene obligado a comunicarlo a la Administración Tributaria; el empresario que satisface una retribución a un trabajador, no sólo deberá comunicarlo a la Administración, sino que además, vendrá obligado a retenerle al trabajador una parte de la retribución satisfecha (retención) e ingresarla en el Tesoro; exactamente igual sucederá con la entidad financiera que satisface intereses a sus clientes por los depósitos que los mismos tengan contratados, etc.

  Este avance vertiginoso de la informática al servicio de la Administración Tributaria ha supuesto, sin duda, un arma si no letal, sí al menos muy relevante en orden al control tributario de la ciudadanía o, al menos, de aquella parte mayoritaria de la ciudadanía que difícilmente puede esquivar dicho control (perceptores de rentas del trabajo). Cuando la Administración nos ofrece “desinteresadamente” confeccionar nuestro borrador de “autoliquidación” por el IRPF, ello significa, lisa y llanamente, que la misma cuenta previamente con los datos económicos fundamentales que afectan a millones de contribuyentes.

  Sin duda, muchos estarán de acuerdo en la bondad del sistema descrito. En mi opinión, el sistema produce cierto nivel de escalofrío, sobre todo, desde la perspectiva de la casi ilimitada información que la Administración posee de cada uno de nosotros como individuos. A lo anterior se suma además aquel otro nivel de información personal que voluntariamente proporcionamos a las denominadas redes sociales (twitter; facebook, tuenti, etc.) y que estas empresas privadas utilizan con descaro y ausencia de límites jurídicos para determinadas finalidades, entre las que no se descarta la de proporcionarla a los Gobiernos de turno para que estos aumenten su nivel de conocimiento y consiguiente control sobre los ciudadanos, tal y como así ya ha ocurrido y creo que seguirá ocurriendo si no lo impedimos.

  Cuando G. Orwell escribió su novela “1984” a mediados del siglo XX, es claro que no estaba pensando en los regímenes políticos democráticos, sino en la deriva totalitaria que el “Gran Hermano” (J. Stalin) había instaurado en la entonces Unión Soviética. En la actualidad, sin embargo, la advertencia de Orwell sigue teniendo plena vigencia, puesto que la misma estará siempre indefectiblemente unida a lo que supone el ejercicio del poder y a los límites jurídicos a los que el mismo debe estar sometido. En este sentido, como ciudadanos, no podemos conformarnos con creer que el mero reconocimiento de derechos por la ley es suficiente para garantizar que tales derechos efectivamente existen, sino que será preciso en todo caso mantener una actitud de vigilancia y exigencia permanente a la hora de que nuestros derechos se apliquen y respeten por los poderes públicos.

  En el ámbito tributario, el objetivo al alcanzar por el poder público democrático no debería ser nunca en exclusiva el cumplimiento de la ley bajo la amenaza permanente de la represión y el control minucioso de nuestras vidas (visión orwelliana), sino más bien, el del cumplimiento espontáneo y responsable de un deber cívico (y contribuir al sostenimiento de los gastos comunes, lo es) que a todos afecta y en el que se basa la fuente principal de legitimación del propio poder público. Así que “autoliquidación” sí, pero con límites y con respeto a nuestros derechos como ciudadanos-contribuyentes.

 

Guillermo Núñez Pérez

Catedrático de Derecho Financiero y Tributario. Asesor Fiscal

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