Recientemente he reorganizado parcialmente mi biblioteca (no la digital, que es anárquica) y con ocasión de ello he vuelto a releer “El correo de un biólogo”, de Jean Rostand, editado por Alianza Editorial en 1970. Me llamó mucho la atención el capítulo dedicado a la Historia de las ideas sobre el origen de la vida, pues en el mismo se condensan algunos de los presupuestos fundamentales del método científico, del espíritu abierto y “descreído” de los auténticos investigadores y de lo pernicioso que puede resultar en ocasiones para el avance del conocimiento los prejuicios políticos o religiosos.
Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, se creía que la vida podía formarse directamente a partir de los elementos de la materia. En palabras de J. Rostand, esta creencia era la más sencilla y la más natural, la que acudía antes a la mente; parecía tener a su favor la evidencia, el sentido común, como ocurrió con la creencia de la planitud y en la inmovilidad de la Tierra. La prueba de que esta opinión se da espontáneamente en el intelecto se apoya en que, incluso en nuestros días y en naciones de avanzada cultura, numerosas personas siguen convencidas de que las lombrices son producidas por la carne podrida, y los gusanos por el estiércol; que los pulgones nacen de rosales descuidados, y que los piojos se forman en los cabellos muy largos…
Corresponde a Louis Pasteur, químico francés (1822-1895), el mérito de haber puesto en cuestión la denominada teoría de la generación espontánea, que será calificada por el mismo como una auténtica quimera. No hay ninguna circunstancia conocida –dirá– en la que se pueda afirmar que han venido al mundo seres microscópicos sin gérmenes, sin padres semejantes a ellos. Los que pretenden esto han sido burlados por experimentos mal realizados, manchados de errores que no han sabido percibir o evitar.
Como bien señala J. Rostand, los experimentos de Pasteur son sencillos, pero para ejecutarlos correctamente era necesario una clarividencia, una perseverancia lógica, una exigencia de precisión, un presentimiento de las causas de error, un olfato táctico, si se puede decir esto, que no pertenece más que a los muy grandes investigadores.
Viene todo lo anterior a cuento de la necesidad que tenemos los investigadores en ciencias sociales de investirnos con las virtudes de ejemplos como el señalado. Es verdad que nuestro método de análisis de la realidad (histórica, jurídica, política, económica…) no es el experimental, pero sí que debemos partir de presupuestos y actitudes comunes a la hora de abordar su análisis en función de las particularidades del método propio seguido por cada perspectiva científica en particular.
El objetivo no creo que esté en tratar de parecernos a las ciencias experimentales, sino más bien, en aplicar con rigor, seriedad y perseverancia nuestros propios métodos de estudio e investigación de la realidad social. En el caso del Derecho, aunque nuestra ciencia se denomine Dogmática jurídica, ello poco tienen que ver con el conocimiento calificado como dogmático, que es todo menos verdadero conocimiento científico.
Guillermo Núñez Pérez es Catedrático de Derecho Financiero y Tributario y Asesor Fiscal
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